Traducción, seudociencia y seudomedidas
En «Calidad y traducción» (PUNTOYCOMA 85), Andrés López Ciruelos hace diversos comentarios sobre los métodos apropiados para cuantificar la calidad de la traducción. Entre otras cosas, afirma lo siguiente:
En todas las ramas del saber existen dos clases de definiciones: aquellas que nunca se van a poder comprobar y aquellas que sí. Las primeras pertenecen al mundo de lo que podríamos denominar pseudociencia, y las segundas pertenecen al campo de las ciencias, en el que quisiera enmarcar este pequeño trabajo. Y, en este campo, hacer una definición es adquirir un compromiso, puesto que lo que definamos se tendrá que poder medir después. ¿Confuso?
Pues sí, habría que contestar. Y los ejemplos que López Ciruelos brinda a continuación tampoco remedian esa confusión. Intentaré explicar lo que quiero decir.
Supongamos que defino mamífero como un animal vertebrado que se reproduce sexualmente y cuyas crías se alimentan con leche que toman de las mamas o tetas de la madre. O supongamos que defino conjunto vacío como aquel que no tiene ningún elemento. Ni mamífero ni conjunto vacío son conceptos que puedan medirse, lo cual no significa ni mucho menos que sus definiciones pertenezcan a la seudociencia (prescindo de la p de pseudo, que me parece innecesaria en castellano), a no ser que consideremos que la zoología y la teoría de conjuntos pertenecen a la ciencia falsa. Definiciones como la de intensidad de la corriente eléctrica (la carga que atraviesa un conductor en una unidad de tiempo), o la tasa anual de mortalidad (la proporción de una población que muere en un año), dan lugar a conceptos medibles y en las ciencias hay multitud de conceptos cuantificables, es decir medibles o contables (para los teóricos de la ciencia no es lo mismo medir que contar). Son cuantificables la cardinalidad de un conjunto en matemáticas, la temperatura, el volumen o el periodo de semidesintegración en física, la valencia, el peso atómico, o el pH en química, la tasa de crecimiento de una población en biología o el índice de Gini en ciencias sociales. Sin embargo, no corresponden a entidades cuantificables conceptos como los de anillo abeliano en matemáticas, líquido o sólido en física, aminoácido en bioquímica, maltusianismo o democracia en ciencias sociales y varios miles más que podrían traerse aquí a colación.
Desde tiempo inmemorial los seres humanos han buscado echar luz sobre la incertidumbre y así Leonardo da Vinci decía que no existe ninguna certeza donde no es posible aplicar la matemática. Es la misma idea que expresaron otros filósofos y científicos que negaban la posibilidad de desarrollar conocimiento racional (es decir, hacer ciencia) sobre aquello que no se puede cuantificar.
La cuestión de la calidad es típica de las discusiones en las que se plantean estos problemas. Hay quien opina que si alguien dice que si la calidad de A es mejor que la de B esto ha de implicar forzosamente que existe alguna propiedad cuantificable del objeto A que es mayor (o menor, si la propiedad en cuestión es un índice negativo de calidad) que la de B. Así, si yo digo que la Metamorfosis para 23 instrumentos de cuerda de Richard Strauss es mejor que el Concierto fúnebre de Karl Amadeus Hartman, debe de haber alguna propiedad cuantificable, que podríamos llamar calidad musical y abreviar con la letra griega Ψ, tal que la Ψ de la Metamorfosis de Strauss es mejor que la Ψ del Concierto de Hartman. De lo contrario, o bien no hemos dado ninguna definición de calidad musical o, si la hemos dado, dicha definición pertenece al terreno de la falsa ciencia, en este caso la seudomusicología. Sin embargo, frente a esa opinión está la de quienes piensan que la calidad de una obra será difícil de negar aunque no pueda definirse ninguna Ψ si hay un acuerdo más o menos general sobre la valía y el interés de esa obra.
La falta de criterios objetivos para comparar la calidad de dos cosas a menudo ha llevado a la creación de lo que Nicholas Georgesçu-Roegen (un economista que a menudo teorizó sobre los aspectos filosóficos de la ciencia) denominó seudomedidas. Por ejemplo, podríamos decir que la calidad de una obra musical es el resultado de quitarle a su duración en minutos el número de veces que en la composición se rompen las reglas de la armonía clásica. Sin embargo, eso no es una medida en el sentido estricto, como lo es una longitud en metros o una presión en milímetros de mercurio. Romper las reglas de la armonía clásica no es algo claramente definido y además puede ser evaluado como signo de progreso musical por unos y como signo de barbarie por otros. Igualmente, el uso de un neologismo en una traducción puede ser considerado por unos como una barbaridad («esa palabra no existe...», como dicen quienes están poco versados en temas lingüísticos), mientras que otros quizá lo vean como un signo de la capacidad de innovación y del saber hacer del traductor. Evaluar la calidad de una traducción implica así juicios de valor que hacen que en gran parte sea el resultado de un juicio subjetivo. Igual que no se puede negar la validez (subjetiva) del comentario de Igor Stravinski según el cual la música de Puccini es deleznable (evidentemente, lo será para él, no para mí, tampoco se podrá negar la validez del juicio (subjetivo) de quien considere que una traducción está irremediablemente invalidada si, por ejemplo, contiene una frase agramatical o una falta de ortografía.
Los intentos de crear índices de calidad de la traducción son loables, pueden servir para poner en su justo lugar lo que de subjetivo («se lee bien», «las frases son muy retorcidas, como en el original») y objetivo («tiene tres faltas de ortografía», «hay dos errores de terminología y una frase mal traducida») hay en la evaluación de un texto traducido. Pero hay que ser conscientes de que solo podrán producir seudomedidas, en ningún caso equiparables a medidas verdaderas.
José A. Tapia Granados
Unversidad de Michigan, Ann Arbor
jatapia@umich.edu
En «Calidad y traducción» (PUNTOYCOMA 85), Andrés López Ciruelos hace diversos comentarios sobre los métodos apropiados para cuantificar la calidad de la traducción. Entre otras cosas, afirma lo siguiente:
En todas las ramas del saber existen dos clases de definiciones: aquellas que nunca se van a poder comprobar y aquellas que sí. Las primeras pertenecen al mundo de lo que podríamos denominar pseudociencia, y las segundas pertenecen al campo de las ciencias, en el que quisiera enmarcar este pequeño trabajo. Y, en este campo, hacer una definición es adquirir un compromiso, puesto que lo que definamos se tendrá que poder medir después. ¿Confuso?
Pues sí, habría que contestar. Y los ejemplos que López Ciruelos brinda a continuación tampoco remedian esa confusión. Intentaré explicar lo que quiero decir.
Supongamos que defino mamífero como un animal vertebrado que se reproduce sexualmente y cuyas crías se alimentan con leche que toman de las mamas o tetas de la madre. O supongamos que defino conjunto vacío como aquel que no tiene ningún elemento. Ni mamífero ni conjunto vacío son conceptos que puedan medirse, lo cual no significa ni mucho menos que sus definiciones pertenezcan a la seudociencia (prescindo de la p de pseudo, que me parece innecesaria en castellano), a no ser que consideremos que la zoología y la teoría de conjuntos pertenecen a la ciencia falsa. Definiciones como la de intensidad de la corriente eléctrica (la carga que atraviesa un conductor en una unidad de tiempo), o la tasa anual de mortalidad (la proporción de una población que muere en un año), dan lugar a conceptos medibles y en las ciencias hay multitud de conceptos cuantificables, es decir medibles o contables (para los teóricos de la ciencia no es lo mismo medir que contar). Son cuantificables la cardinalidad de un conjunto en matemáticas, la temperatura, el volumen o el periodo de semidesintegración en física, la valencia, el peso atómico, o el pH en química, la tasa de crecimiento de una población en biología o el índice de Gini en ciencias sociales. Sin embargo, no corresponden a entidades cuantificables conceptos como los de anillo abeliano en matemáticas, líquido o sólido en física, aminoácido en bioquímica, maltusianismo o democracia en ciencias sociales y varios miles más que podrían traerse aquí a colación.
Desde tiempo inmemorial los seres humanos han buscado echar luz sobre la incertidumbre y así Leonardo da Vinci decía que no existe ninguna certeza donde no es posible aplicar la matemática. Es la misma idea que expresaron otros filósofos y científicos que negaban la posibilidad de desarrollar conocimiento racional (es decir, hacer ciencia) sobre aquello que no se puede cuantificar.
La cuestión de la calidad es típica de las discusiones en las que se plantean estos problemas. Hay quien opina que si alguien dice que si la calidad de A es mejor que la de B esto ha de implicar forzosamente que existe alguna propiedad cuantificable del objeto A que es mayor (o menor, si la propiedad en cuestión es un índice negativo de calidad) que la de B. Así, si yo digo que la Metamorfosis para 23 instrumentos de cuerda de Richard Strauss es mejor que el Concierto fúnebre de Karl Amadeus Hartman, debe de haber alguna propiedad cuantificable, que podríamos llamar calidad musical y abreviar con la letra griega Ψ, tal que la Ψ de la Metamorfosis de Strauss es mejor que la Ψ del Concierto de Hartman. De lo contrario, o bien no hemos dado ninguna definición de calidad musical o, si la hemos dado, dicha definición pertenece al terreno de la falsa ciencia, en este caso la seudomusicología. Sin embargo, frente a esa opinión está la de quienes piensan que la calidad de una obra será difícil de negar aunque no pueda definirse ninguna Ψ si hay un acuerdo más o menos general sobre la valía y el interés de esa obra.
La falta de criterios objetivos para comparar la calidad de dos cosas a menudo ha llevado a la creación de lo que Nicholas Georgesçu-Roegen (un economista que a menudo teorizó sobre los aspectos filosóficos de la ciencia) denominó seudomedidas. Por ejemplo, podríamos decir que la calidad de una obra musical es el resultado de quitarle a su duración en minutos el número de veces que en la composición se rompen las reglas de la armonía clásica. Sin embargo, eso no es una medida en el sentido estricto, como lo es una longitud en metros o una presión en milímetros de mercurio. Romper las reglas de la armonía clásica no es algo claramente definido y además puede ser evaluado como signo de progreso musical por unos y como signo de barbarie por otros. Igualmente, el uso de un neologismo en una traducción puede ser considerado por unos como una barbaridad («esa palabra no existe...», como dicen quienes están poco versados en temas lingüísticos), mientras que otros quizá lo vean como un signo de la capacidad de innovación y del saber hacer del traductor. Evaluar la calidad de una traducción implica así juicios de valor que hacen que en gran parte sea el resultado de un juicio subjetivo. Igual que no se puede negar la validez (subjetiva) del comentario de Igor Stravinski según el cual la música de Puccini es deleznable (evidentemente, lo será para él, no para mí, tampoco se podrá negar la validez del juicio (subjetivo) de quien considere que una traducción está irremediablemente invalidada si, por ejemplo, contiene una frase agramatical o una falta de ortografía.
Los intentos de crear índices de calidad de la traducción son loables, pueden servir para poner en su justo lugar lo que de subjetivo («se lee bien», «las frases son muy retorcidas, como en el original») y objetivo («tiene tres faltas de ortografía», «hay dos errores de terminología y una frase mal traducida») hay en la evaluación de un texto traducido. Pero hay que ser conscientes de que solo podrán producir seudomedidas, en ningún caso equiparables a medidas verdaderas.
José A. Tapia Granados
Unversidad de Michigan, Ann Arbor
jatapia@umich.edu